Nunca voy a terminar de agradecerle a mi cuñada por sugerirme que llevara a mi hijo a evaluar para el síndrome de Aspergers, una variante del autismo. Habíamos pasado más de un año entre psicólogos y pediatras intentando encontrar principio del hilo de la madeja en la que se habían convertido las interacciones sociales de mi pequeño. Él que había sido un bebé risueño y bienhumorado se había convertido en un chico con problemas para interactuar con sus compañeros y algunos de sus maestros. Las llamadas de la escuela y sus recurrentes ataques de llanto y rabia nos estaban destrozando el corazón y el cerebro. Nadie sabía qué hacer, hasta esa conversación.
Esa sugerencia nos cambió a todos la vida, pero pocos se habrían atrevido a hacerla.
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Nuestro caso era especial, su hija, mi sobrina, había nacido con Síndrome de Down unos años antes, por lo que en mi familia ya estabamos educados sobre las necesidades de una familia con un niño con capacidades diferentes. Los diferentes diagnósticos sobre el desarrollo de un niño se habían convertido en parte de nuestro vocabulario diario.
Cuando le mencioné la palabra Aspergers a la trabajadora social de la escuela. Su respuesta me enfureció como pocas cosas lo habían hecho antes. Me dijo: "sin duda, debería llevarlo a evaluar". Todavía no entiendo cómo no provino de ella. Para ese momento mi hijo estaba ya en quinto grado y había sufrido innecesariamente. También se había perdido la oportunidad de terapias a edades más tempranas.
Afortunadamente, la rabia no me paralizó, sino que me impulsó y en días tuvimos la evaluación. Aunque no sufre de Aspergers, mi niño si tiene varias características del autismo, que le complican su comunicación con los demás. En un año, que incluyó cambio de escuela, terapia ocupacional y psicológica y unos padres mucho más pacientes -ahora que sabemos que su comportamiento no es por malcriadez o mala educación-, su sonrisa visita su cara con regularidad y hasta tiene un par de buenos amigos.
Mi cuñada es una de mis heroínas de carne y hueso, por esa y otras razones que no vienen al caso, pero basada en mi experiencia y las conversaciones con otras mamás de niños con necesidades especiales, y específicamente con la periodista de Telemundo Sofía Lachapelle, madre de dos niños autistas y creadora de la organización Un paso a la vez, para mamás latinas de niños con necesidades especiales, te paso cinco cosas que las familias pueden hacer por madres en esta situación.
1. No se queden callados. Lachapelle me comentó que su hermana no se declaró sorprendida cuando diagnosticaron con autismo a su hijo mayor. "Ella ya le había notado algo", me dijo. Aunque los padres no quieran aceptar inicialmente el comentario, o hasta se ofendan, es un riesgo que hay que correr por el beneficio del niño. Cada día hace una diferencia.
2. No expresen lástima. La situación es más difícil que cuando se tienen hijos con capacidades promedio, pero también trae otro tipo de bendiciones.No es el fin del mundo. Si para ustedes es difícil aceptar el diagnóstico, pues cómanse sus comentarios negativos.
3. Ofrezcan su apoyo en forma concreta. Para las mamás en estos casos es difícil pedir ayuda. Cuándo a uno le preguntan cómo te ayudo, resulta casi imposible decir algo específico. Sean proactivos, llévenle comida preparada, ofrezcan sacar a los hermanitos. Un regalo financiero, sin que parezca limosna también es más que bienvenido.
4. Edúquense. Lachapelle me comentó que ella hizo que la mamá se reuniera con la terapeuta de su hijo, para que entendiera bien lo que tenía el niño.
5. No se aislen. Mucha gente, incluyendo familia cercana, no sabe qué decir ante un diagnóstico de una necesidad especial y prefieren no decir nada. Lo mejor en estos casos es ser sincero. "No sé qué decirte, pero aquí estoy", es una frase que se agradece profundamente.
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