Nunca podré decir que heredé ésta o aquella receta de mi mamá porque no sabe cocinar. Tampoco puedo comentar con nostalgia sobre aquellos moñitos que me hacía cuando yo era una niña, porque con la excusa de que tengo el pelo liso jamás se preocupó por peinarme. Mi mamá manda a su antojo y es casi tan terca como su nieto -es decir, Gabriel, mi hijo mayor- y su yerno, que no es otro que mi esposo. Cuando yo era una niña mi mamá hablaba y yo sentía que su voz era un trueno que retumbaba por la casa, al igual que nada podía ser mejor calmante para cualquier aporreo que una caricia suya, mientras me susurraba: "Sana, sana, colita de rana, sino sana hoy sanará mañana".
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Mi mamá nació en una Venezuela donde no era usual que las mujeres fueran a la Universidad pero ella fue. Rompió los esquemas de su tiempo. No se casó con un doctor, se convirtió en doctora. Trató de labrarse una mejor vida a punta de esfuerzo y eso nos lo enseñó a mi hermano Omar y a mí, al igual que la honestidad como valor inquebrantable. Tiene predilección por la frase: "El respeto al derecho ajeno es la paz", de Benito Juárez, que para mí es tan sagrada como el Padre nuestro.
Mi mamá siempre se le ha medido a los desafíos. Los ve de frente y los embiste, como un torero dispuesto a dejar su sangre en el tendido. Nunca ha aceptado un "eso no se puede" o "no es cosa de mujeres". Así que cuando yo decidí montarme en un avión para estudiar en Praga, lo único que hizo junto con mi abuela, mi hermano y mi tía fue bendecirme.
Para mi madre no existen los "no". Por eso fue que con más de setenta años se metió en un curso de computación y se abrió un email, desde el que invade a sus contactos con cuanta cadena de oración y fotografías se le atraviesan en el camino. Cada mañana cuando la veo con su cuadernito escribiendo oraciones, haciendo las tareas que le mandan en el curso y tratando de pronunciar la "th" como lo hacen sus nietos, se me dibuja una sonrisa. Esas comisuras labiales a medio estirar lo que muestran es una mezcla de ternura y admiración. Con tantos años a cuestas y en una época en la que debería disfrutar el plácido descanso del guerrero, mi vieja está intentando aprender inglés. Así que no hay que sumar mucho para saber de dónde saqué yo la idea loca de seguir estudiando después de vieja.
Y es que justamente ni ese ni ningún otro esterotipo ha calado en la vida de mi mamá. Nunca ha sido la mujer sumisa que se esperaba en su época, nunca ha sido conformista y siempre ha creído que la dignidad es tu mayor fortuna. Mi madre acaba de cumplir años y a pesar de que no pudimos celebrarlo como Dios manda, para mí no hay mayor celebración ni mayor tributo que aplaudirle su batalladora forma de ser y agradecerle por enseñarme a labrarme el pan y el de mi familia con mis manos. Mi mamá nunca creyó en regalías.
De mi madre aprendí a estar cuando a uno lo necesitan y cuando no también. Me enseñó a dar la cara y asumir la responsabilidad de mis actos. De mi madre he aprendido tanto que mi hermano Omar dice que somos igualitas -sí, quizás a veces por eso somos dos trenes chocando-. Mi mamá es mi columna vertebral, mi asidero y hoy en día es además el remanso de ternura y afecto que mis hijos llaman abuela. ¡Te quiero mucho mamá!
Imagen vía Facebook