Para los católicos e__l Domingo de Ramos,__ es la despedida de la Cuaresma y rememora la entrada de Jesús a Jerusalén. Cada año, las iglesias se abarrotan de feligreses –entre quienes me cuento- deseosos de obtener su palma bendita. Como bien sabes, crecí en una familia católica practicante, que respetaba y obedecía los mandatos de la iglesia.
Una de las pocas tradiciones católicas que respeto y disfruto es justamente la celebración del final de la Cuaresma. Siento que al hacer la crucecita de palma bendita para ponerla detrás de la puerta de entrada de mi casa, de alguna manera estoy dándole o renovando la presencia de Dios en mi hogar. Que la cruz de palma bendita es un placebo, pues sí, porque si Dios es poderoso y omnipotente no necesitamos una cruz de palma en la puerta para que esté en nuestros hogares. Pero me encanta el simbolismo.
Además, cuando pienso en el __Domingo de Ramo__s, inmediatamente viajo a mi infancia. Me remonto a las caminatas que hacíamos desde la casa hasta la iglesia, agarraditos de la mano de mi abuela. Sus manos eran ásperas de tanta ropa que habían lavado y de tanto trabajo duro que habían enfrentado sin guantes, ni lociones humectantes. Pero para mí eran las más tiernas y dulces.
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Las manos de mi abuela estaban llenas de pecas y lunares de la edad. Se le marcaban las venas y siempre tenía las uñas pintadas porque era muy coqueta, muy femenina. Para mí, las manos de mi abuela eran sinónimo de protección y ternura. Nos alimentaban a mi hermano y a mí, nos arropaban por las noches y nos hacían las cruces de palma bendita cada año. Cuando me mudé sola, seguí asistiendo a la iglesia cada Domingo de Ramos a buscar mi palma bendita y, a la hora de elaborar mi cruz, cerraba los ojos y rememoraba las manos pecosas y envejecidas de mi abuela haciéndola y yo, mentalmente siguiendo sus pasos.
He tratado de hacer lo mismo con mis hijos. A pesar de que quiero darles libertad para que tomen sus propios caminos en cuanto a fe y religiosidad se refiere, la tradición del Domingo de Ramos es para mí un encuentro con el cariño familiar. Uno de esos días para decirnos sin palabras cuánto nos queremos, es como una materialización milagrosa del amor. ¿Qué por qué le estoy diciendo milagroso? Porque creo en los milagros, los grandes y los cotidianos, como el año en que nos encontramos a Luis en la plaza.
Saliendo de la iglesia un Domingo de Ramos, con mi abuela, como ella era consentidora, nos llevó a comprar helados en la plaza. En medio de la algarabía infantil, escuchamos una bullaranga distinta. Empezamos a afinar los oídos, hasta que lo vimos: en la rama de un árbol había un loro. Sí, un loro. Mi abuela que era campesina, dijo ¿cómo vino a parar este 'loro real' aquí? Los niñitos empezamos a gritar, a correr y hacerle bulla al lorito, que parecía darse por vencido y voló a otra rama.
Mi abuelita, que estaba sentada en un banco tenía la mirada entristecida y mi hermano y yo lo notamos. "¿Qué te pasa abuelita?", preguntamos.
-Que cuando yo tenía la edad de ustedes, me encontré un lorito así en el campo y le puse Luis. No sé, me acordé de eso", respondió nostálgica y perdida en sus recuerdos de infancia.
Al rato nos fuimos del parque. Por la tarde, ya en la casa, que quedaba a varias calles de allí. Escuchamos una gritería en un ventanal muy alto que había en mi casa. El loro estaba allí.
Mi hermano y yo empezamos a gritarle, él no se asutó. Le tomó un tiempo, pero entró. En menos de lo que canta un gallo, aquel loro había hecho de nuestra casa su hogar. Le pusimos Luis y vivió con nosotros catorce años.
Cuando tocaban la puerta él gritaba "¿Quién es?" , caminaba libre y estaba junto a mi abuela todo el tiempo. Parecía más un perrito que un pájaro de plumas verdes. Cuando Luis murió de viejito, yo ya era una jovencita y lo lloramos como si hubiese muerto alguien muy cercano. Cuando estábamos haciendo la fosa en el jardín para enterralo, mi abuelita, en su eterna sabiduría nos dijo: "no lloren más a Luis. Él fue un regalo que Dios nos hizo un Domingo de Ramos. Así que era un ángel con plumas y le llegó su hora de regresar al cielo".
Le creí el cuento. Nuestro loro era un ángel con plumas que nos hacía reír. Aprendió malas palabras que mi hermano y yo le enseñamos a escondidas y las soltaba de la manera más imprudente cuando había alguna visita. Le pedía galletas desesperadamente a mi abuela por las tardes y nos alegraba la vida.
Sólo espero, que Dios les regale a mis hijos también su propio milagro en forma de mascota un Domingo de Ramos.
Imagen vía germeister/flickr