El próximo mes de noviembre mis dos hijos y yo celebraremos los primeros siete años desde que, en 2007, nos vinimos a vivir a Estados Unidos. Por razones que no viene al caso explicar, en mi casa se habla inglés. Cuando emigramos mi prioridad fue que mis niños se aclimataran y que pudieran comunicarse, hablando y por escrito, en el idioma oficial. Vinimos para quedarnos. Y como además las cosas en nuestra Venezuela natal han venido de mal en peor, entonces mi esfuerzo como mamá se centró en que mis hijos conocieran y aprendieran a querer el país que nos recibió con los brazos abiertos y que ahora sentimos como propio.
¿Cómo hemos hecho para mantener nuestras raíces venezolanas vivas? ¿Qué he hecho para que mis hijos se sientan orgullosos de sus orígenes?
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Sin duda dos elementos han sido clave en este proceso: la comida y la música. Y tanto lo que nos llevamos a la boca y como los acordes que nos alimentan el espíritu han funcionado en dos direcciones.
Por una parte, a través de las arepas, las cachapas, los quesos frescos, las hallacas y las hallaquitas, los plátanos en dulce, las caraotas negras, las tajadas, el perico, el arroz con leche, los besitos de coco, la carne desmechada, los tostones de plátano verde y las tajadas de plátano maduro, mantenemos vivo el recuerdo de los sabores de nuestro país de origen, y ahora desde que vivimos en Miami, mucho más fácilmente.
Y por la otra, a través del pavo de Acción de Gracias, los pies de pecanas y calabaza, los macarrones con queso, las hamburguesas a la parrilla, las mazorcas de maíz asadas, los sándwiches de queso al grill, los panqueques y las tostadas francesas con mucho jarabe de arce, todo lo que se puede asar al grill, los malvaviscos asados, el chili con carne y los nachos con queso y salsa, hemos logrado comprender y asimilar las tradiciones y la cultura estadounidense a las que hemos abrazado como propias.
En Miami además nos hemos transculturizado aún más. Porque en este crisol de culturas latinoamericanas en que vivimos es imposible no enamorarse del tres leches, los moros y cristianos, el lechón, el batido de mamey, el pan de bono, los ceviches y tiraditos.
Con la música ocurre otro tanto. Así como me gusta cocinar y he hecho de la comida mi forma de vida, también soy melómana y en mi casa se escucha de todo: música clásica, barroca, ópera, salsa y bomba puertorriqueñas, merengue y bachata dominicanos, rancheras, música pop latinoamericana y norteamericana, rock and roll, tango argentino, tonadas de ordeño venezolanas, jotas y polos margariteños, boleros. Como será que a veces hasta rap escucho, para no alienar al mayor de mis hijos.
Ya mis dos hijos tararean de todo y hasta repiten los coros en español. Sin proponérmelo, hace poco ocurrió el milagro cuando mi hijo de 12 años me pidió que lo enseñara a bailar salsa y merengue.
Y es que lo que se hereda no se hurta. Y así como los árboles requieren de raíces fuertes y profundas para que su tronco crezca robusto y sus ramas se extiendan frondosas mirando al cielo, así nosotros no nos olvidamos de donde venimos, pues esa certeza es la que nos permite abrazar el futuro y nuestro nuevo país con esperanza y optimismo.
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