Durante todos mis años sin hijos jamás me pasó por la cabeza la idea de abandonar mi profesión por quedarme en la casa cuidándolos. Era algo visto con horror por las mujeres universitarias de mi generación, sobre todo por las que habían alcanzado buenos puestos en sus carreras. Sin embargo, desde hace 10 años, cuando nació mi hijo mayor, soy ama de casa a tiempo completo y lo disfruto al máximo. Las pocas feministas que conozco se rasgaron las vestiduras. Me acusaron de tirar por la borda todo el trabajo de las mujeres por lograr la igualdad. Hasta mi mamá puso el grito en el cielo. ¡Cómo después de tantos estudios y tanto esfuerzo me iba a dedicar a barrer la casa y cambiar pañales!
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Afortunadamente, el único que tenía vela en este entierro me apoyó. Mi marido me dijo que mientras el ganara para mantener la casa, pues que me dedicara a la familia si era lo que me hacía feliz. Y feliz me hace. Confieso que la paz que siento en mi casa me ha sorprendido. Yo pensé que me iba a aburrir y sí, aún extraño la camaradería entre los compañeros de trabajo, tener las uñas bonitas, vestirme linda para ir a la oficina. También mientras los niños eran pequeñitos me enloquecían las constantes interrupciones, odio las tremenduras de mi adorable perro.
He descubierto además que prefiero limpiar mil inodoros a doblar y guardar la ropa limpia. Ni me acuerdo cuándo fue la última vez que enchufé la plancha. Grito muchas veces frustrada que soy mamá, no esclava, ni chofer. Pero la verdad me encanta estar en la casa. Siento un gran orgullo, más que con cualquier ascenso o subida de sueldo, en ver a mis niños vestidos con camisas blanquísimas, que puse en remojo con un blanqueador como lo hacía mi abuelita y con sus loncheras llenas de comida caliente y postres hechos en casa. Me llena de placer que disfruten mi comida y que todos sus amigos prefieran venir a jugar a mi casa, en parte, porque soy una de las pocas mamás que no está trabajando en la calle. Me derrito cuando me comentan lo educados que son, como saludan y dan las gracias. Me da rabia cuando mi marido, a quien le encanta cocinar, me desordena la cocina. ¡Estoy hecha una viejita!
¡Quién lo hubiera dicho! Me comentó recientemente la mejor amiga de mi mamá que vino de visita cuando me vio divertidísima amasando masa para un pan casero y dedicada a mi pasatiempo favorito de hacer álbumes de fotos tipo scrapbooks. Yo tampoco lo hubiera pensado, pero ser una mamá latina es un honor.
Sé que soy privilegiada porque pude escoger entre ir a una oficina o quedarme cuidando a mis hijos. Pocas tenemos esa suerte. Probablemente si hubiese sido obligada por la sociedad o mi marido no lo encontraría tan fantástico. Pero en el mundo de hoy es un lujo poder dejar todo cuando mis niños están enfermos, asistir a todos sus actos escolares y hasta llevarle algo a mi esposo al trabajo, porque se le olvidó en la mañana. No es un trabajo fácil, el cargo de mamá full time, es el más duro que he tenido en mi vida. Ahora que escribo mientras los chicos están en la escuela lo hace un poco más complicado. Pero la recompensa no se puede medir en dinero (aunque un estudio dice que si ganara dinero por todo lo que hago debería tener un salario de más de $100.000), quizá se pueda medir llenura de corazón.
Imagen vía Alicia Civita