¿Cuántas veces has tenido que tragarte las frustraciones del día para no desquitártelas con tus hijos? Esa ha sido una de mis reglas en lo que a mi trabajo como madre se refiere. Si estoy teniendo un mal día, no hay razón por la que mis hijos tengan que pagar culpas ajenas.
Mira que con 18 años como mamá, son muchas las frustraciones que me he tragado para mantener en casa un ambiente de paz y armonía. Mis tres hijos son testigo de mi naturaleza positiva y alegre, es algo que me enorgullece porque para mí sólo en un entorno lleno de paz y amor es que los niños pueden sentirse más protegidos y donde encuentran la seguridad para salir al mundo listos para enfrentar lo que sea. Ese es el cuadro familiar que les he enseñado a cuidar desde que eran chicos. Todo muy lindo en ese departamento… hasta el otro día, cuando viví mi peor momento como madre. Te cuento:
Gracias a Dios que mi paciencia con mis hijos no se ha puesto a prueba en muchas ocasiones. Ninguno de los tres pasó etapas demasiado difíciles, y afortunadamente gozan de personalidades bien llevaderas. Quizás es por eso que no fue hasta hace como dos semanas atrás que exploté en un momento en el que debí haber sabido ser el adulto en un intercambio con mi hija de 16 años. Sí, todo se suscitó por una falta por su parte de compartirme información de dónde se había encontrado en un momento en el que la creía en otro lado, mi reacción de histérica cuando la confronté fue algo que la dejó paralizada. Seguro no sólo fue el tono de mi voz lo que más la sorprendió (nunca me han visto como la mamá gritona), sino el vocabulario que usé para dejarle saber que su manera de hacer las cosas en esa ocasión había sido incorrecta e inaceptable.
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Luego de que me destapé y le hice claro con mi regaño cómo había errado, entendí que mi manera de hacerlo iba completamente en contra de mi estilo de comunicación con ella o con sus hermanos. Tengo que admitir que incluso sentí un poco de vergüenza porque con mi ejemplo lo que le estaba diciendo es que en una relación sólo importa lo que dice el que habla más alto.
Afortunadamente ese intercambio fue corto y pude contener mis ganas de seguirlo en rolo desquitando quién sabe que otras frustraciones llevaba yo en la mente. Ella me escuchó, y esperó hasta más tarde para pedirme que hablásemos en privado. Lo que se dio entonces fue una conversación de madre/hija como debe ser: honesta, calmada, llena de amor. Luego de pedirme disculpas y aceptar que había hecho mal, también me dejó saber lo mucho que ella me aprecia no sólo como mamá, sino también como mujer, y me recordó lo agradecida que se siente de poder hablar tranquilamente conmigo de todo. Le di las gracias por su sinceridad y le pedí disculpas por haber perdido los estribos.
Mi hija me enseñó una gran lección ese día: que todos tenemos días malos y días buenos, y que con amor y paciencia en una relación, esas cargas se comparten mejor.
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