En los seis años y medio que llevo como madre, he tenido varios momentos en los que me he sentido como la peor mamá del mundo. Pero si alguien me pregunta cuál ha sido el peor momento de todos, sé exactamente qué contestarles. Como la mayoría de este tipo de momentos, el mío ocurrió bastante temprano en mi rol como madre. Mi hija Vanessa tenía a penas un añito cuando sucedió y fue un momento tan aterrador que meses después todavía lloraba cada vez que me acordaba del incidente. De hecho, mi cuerpo aún se estremece al pensar en ese fatídico día.
Sucedió un día como cualquier otro a finales del verano. Mi hija y yo habíamos ido a la tienda a comprar pañales. Mi esposo estaba en una entrevista de trabajo y me había dejado su minivan viejo–el cual yo no solía manejar nunca–para irse en mi carro nuevo. Al bajarme del carro, y por razones inexplicables, apreté el botón para cerrar todas las puertas con llave antes de cerrar la mía. Le di la vuelta al carro para sacar a mi hija y me di cuenta que había dejado las llaves del carro en mi cartera dentro del carro.
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De inmediato, comencé a probar a ver si de casualidad una de las puertas se había quedado abierta. Claro que todas estaban cerradas. Aunque pensé que iba a enloquecer de los nervios, traté de mantener la calma para no asustar a mi hija. Pero la pobre debe haber sentido que algo andaba mal porque comenzó a llorar, lo cual me puso aún más nerviosa. Increíblemente, aunque había dejado mi cartera con todo dentro del carro, tenía mi teléfono celular en mi bolsillo.
Más tarde, analizando bien las cosas, me di cuenta que debí haber llamado al 911 primero, pero llamé a mi marido por si milagrosamente se encontraba cerca de nosotros y podía venir a rescatar a nuestra hija. Lamentablemente, no lo estaba y me dijo que colgara y llamara al 911 o buscara una roca para romper una de las ventanas del carro.
Jamás olvidaré esa llamada al 911. (Es la única que he hecho a ese número en mi vida.) Traté de mantenerme calmada, pero estoy segura que sonaba como una histérica mientras le confesaba a la operadora lo que había hecho. Los bomberos se tardaron un par de minutos en llegar al estacionamiento donde yo me encontraba parada afuera de mi carro tratando de calmar a mi bebita. Segundos después de que llegaron, ya la tenía en mis brazos otra vez. La abracé lo más fuerte que pude mientras le pedí a ella–y a los bomberos–que me perdonara por ser la peor mamá del mundo.
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