Desde que me enteré de lo del fatal accidente de Keyle Glover, el hijastro de Usher, no sé por qué, pero no he podido dejar de pensar en su madre: Tameka Foster. Ella estaba en el lago junto a su hijo, disfrutando un día de verano y ahora el pequeño de 11 años, está postrado en una cama con un daño cerebral aparentemente irreversible. Quizás no he dejado de pensar en ella, ni en la madre de la niña asiática, cuyos deditos estuvieron a punto de ser tragados en una escalera eléctrica, porque las madres nos llegamos a sentir absolutamente culpables cuando nuestros hijos sufren un grave accidente, sobre todo si nosotras hemos sido testigos del mismo; es decir, si estábamos cerca.
Empieza el gusanito de la culpa a carcomernos, peor aún cuando los dedos acusadores de familiares y amigos nos señalan como responsables. ¡Qué horror, es que la madre no lo estaba cuidando bien! Reconozco que hay situaciones donde la negligencia es obvia y, aquí en Mamás Latinas, vivimos escribiendo sobre esos casos extremos. Recuerdo uno, donde una madre amarró a la silla de seguridad de su vehículo un galón de gasolina, mientras su hijo –en pañales- bamboleaba en el asiento trasero del carro. Eso es ineptitud y nadie lo discute, pero hay otros casos en los que simplemente somos víctimas del destino.
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Hace un par de años, justo antes de la semana de Thanksgiving, mi hijo mayor estaba conmigo en una de esas tiendas por departamentos. Estábamos haciendo algunas compras para Navidad. Él, se antojó de unos adornos y se desamarró el cinturón de seguridad del carrito. Al estirarse para tomar los adornos se cayó. Su cabeza contra el piso sonó como un golpe seco. Mientras escribo estas líneas se me ha acelerado el corazón y tan sólo de revivir el recuerdo, se me ha hecho un nudo en la garganta y el corazón. ¡Boom!… sigue retumbando en mis oídos y cada vez que lo oigo, espontáneamente cierro los ojos, como para protegerme del dolor que me produce recordarlo. Todo ocurrió en segundos.
Mi hijito tuvo fractura abierta de cráneo y se le formó un cuágulo de sangre en su cabecita. Pasó varios días en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Hackensack, en Nueva Jersey. El neurocirujano decidió no operarlo, pero vivimos días de una angustia interminable, rezando día y noche para que el coágulo ni creciera, ni se moviera, porque entonces tendrían que intervenirlo de emergencia. Debo agregar que él nació con una condición médica que ameritó que su cráneo fuera reconstruido, así que sus antecedentes agravaban la situación.
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Además de aquella pesadilla, soporté en silencio, la pregunta que muchos hicieron "¿Cómo pasó eso? ¿quién estaba con el niño?", inclusive una persona muy cercana a la familia dijo en un tono desaprobatorio y autoritario: "¡Hay qué horror! ¡Eso fue un descuido! Por eso es que a los niños hay que cuidarlos mucho. Yo soy maniática con los míos"; es decir: yo era una madre descuidada por cuya responsabilidad Gabriel estaba al borde de un derrame cerebral.
Necesité apoyo y muchos consejos, para librarme de aquel sentimiento de culpa. Los dos meses de reposo absoluto que mi hijo necesitó en casa, tras el accidente, fueron desesperantes para mí. Lo veía y a veces tenía que tragarme las lágrimas para que no se diera cuenta que mamá estaba frágil, vulnerable y que se sentía culpable, muy culpable.
Si comparto este testimonio contigo es porque sé que al igual que yo, haces tu mejor esfuerzo para cuidar y proteger a tus hijos, que ellos son el motor de tu vida y que eres capaz de hacer lo que sea por ellos, pero a veces la vida nos juega una mala pasada y ocurren los accidentes más insólitos y estúpidos, pero que dejan unas consecuencias devastadoras. Por favor, cuando estés frente a alguien que esté pasando por eso, deja tu dedito acusador de un lado. No juzguez, no opines, no hieras más a esa madre alborotándole un sentimiento de culpa que no la ayudará a sacar fuerzas para que su hijo se sane. Recuerda que todas andamos por la calle y que nadie es inmune a nada. No le tires la primera piedra.
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Imagen vía Vicglamar Torres