Mi papá me enseñó a ser una mamá inmigrante

Mi papá, Mario Fernández, llegó a Venezuela cuando tenía 17 años proveniente de Galicia, una provincial en el norte de España. Su viaje en la tercera o cuarta clase de un trasatlántico no fue muy diferente al que hicieron miles de europeos durante el siglo pasado. Los que veían a Estados Unidos llegaron a Ellis Island. Otros, como mi papá y su familia se aventuraron más al sur.

Estados Unidos se llama a sí mismo la "tierra de las oportunidades", pero durante una buena porción del siglo XX, fue una frase que se aplicaba a todo el continente americano, desde Alaska hasta Tierra del Fuego. 

Mario comenzó su vida en Caracas como asistente de albañil, un trabajo duro para un adolescente al que apenas le faltaba un año para ser el graduado universitario más joven en su región. Poco después ayudaba al chofer de un autobús escolar de un colegio de los jesuitas. Al poco tiempo ya estaba dando clases a estudiantes de secundaria a los que apenas les llevaba un par de años. Uno de ellos era uno de sus mejores amigos hasta que mi papá murió el año pasado, en la víspera del día del padre.

Mi papá amaba a Venezuela con toda su alma. Tanto que se negó a irse, incluso cuando toda su familia y nosotros, los tres hijos, habíamos emigrado escapando de la alta criminalidad y la falta del derecho de Estado. Dedicó su vida a educar a los jóvenes y recibió varios galardones por ello.

Más de 700 de esos estudiantes aún son miembros de la página de Facebook que le creamos cuando se enfermó. Recibía tantas llamadas por día, que no nos dábamos abasto. La mayoría había seguido en contacto con él a lo largo de los años, para dar un feliz cumpleaños o feliz navidad. Para contarle de sus vidas, el nacimiento de un hijo, un buen empleo.

Aunque algunos de sus primos y amigos también extranjeros trataron de imprimir la identidad de sus países de origen en sus hijos, mi papá nunca luchó contra nuestra realidad de ser venezolanos. Rara vez se ofendía si contábamos chistes de gallegos, e incluso tomó con humor que me declarara hincha de la selección Argentina en los mundiales (cerca de un pecado capital, como te imaginarás).

Mi papá se casó con una venezolana y en mi casa se comían arepas para el desayuno, hallacas en Navidad y a menudo hacíamos largos recorridos por carretera por todo el país. Quería que nos sintiéramos orgullosos de nuestro país.

Eso no significa que se olvidó de su tierra. En reuniones familiares oíamos música gallega, hablábamos gallego, comíamos empanada y jamón serrano y escuchábamos una y otra vez historias sobre España.

Aprendimos que trabajar duro da resultados, que el sacrificio es parte de ser padre, y que la familia es la familia, no importa dónde vive. Galicia vive en mi corazón. Me maravilla su gente, su cultura, su geografía y su gastronomía. Estoy orgullosa de mi herencia, pero sin presiones. Es un amor que coexiste pacíficamente con el que siento por Venezuela.

Cuando quedé embarazada con mi primer hijo, un día de repente me di cuenta de que iba a ser la mamá de un gringuito. Primero me conmocionó, pero recordé las lecciones de mi papá. Decidí de inmediato iniciar con el papeleo necesario para hacerme residente. Llevaba ocho años con visas de trabajo y me había negado a cambiar a un estatus más permanente, era como un escudo que usaba para aceptar que no volvería a mi país.

Dejé de tener un pie afuera y meterme de cabeza en esta nación, que sería la de mis hijos. Traté de entender a la gente un poquito mejor, de ayudar mucho más.

El amor a Estados Unidos es algo que enseñó a mis hijos. Aplaudimos los éxitos de estadounidenses, trató de darles los valores que más admiro de esta cultura.

En mi casa celebramos el 4th of July  y Thanksgiving. Recibimos visitas de Santa, el Easter Bunny y la Tooth Fairy, pero también del Ratón Miguelito, el niño Jesús y los Reyes Magos.

Mis niños se consideran afortunados de tener una herencia cultural tan rica y diversa. Tienen sangre judía, celta, wuayú (una etnia de la frontera norte de Colombia y Venezuela), vasca, catalana y africana. Saben de quién viene y disfrutan de todas las tradiciones sin conflicto y sin presiones. ¡Gracias papá, te extraño tanto!

¿Qué importantes lecciones le agradeces tú a tu padre?