El huracán Sandy ha sido una lección de vida para mi familia, pero llegó disfrazado como un gran monstruo al que no se le había invitado a nuestro hogar. Pensaba yo que estábamos preparados para lo que se había anunciado sería una de las tormentas más grandes que hayan vivido nuestras generaciones en la región noreste de los Estados Unidos. Aquí, en el pueblo de Huntington, en Long Island, Nueva York, no recuerdo nunca ni haber perdido electricidad por más de par de horas. Ya van más de 72 sin que tengamos las comodidades a las que estamos acostumbrados –ni luz, ni cable, ni servicio de internet, ni calefacción–. Y aunque sí había hecho los preparativos básicos de comprar agua, linternas y baterías, para lo que no nos preparó nadie fue para las altas y bajas emocionales de verse uno arrodillado ante un huracán como éste.
Si hay algo que mi niñez en Puerto Rico me enseñó en lo que a desastres naturales se refiere, es que a un huracán hay que tenerle respeto. Entonces cuando Sandy asomó su cara por el área donde dos de mis hijos y yo vivimos, admito haber sentido las piernas temblar. Es que el ahuillido del viento de un huracán que toca con fuerza contra puertas y ventanas es para asustar a cualquiera. Claro que cuando mi hija Renée rompió en llanto por la ansiedad y Jared se contagió con los mismos sentimientos, yo recordaba a Mami y a Papi, ser ellos la fortaleza para mí cuando de chica pasaban tornados o huracanes por nuestra pequeña islita. Gracias a Dios por ese espíritu de que todo va a estar bien (algo tan latino digo yo) por que nos devuelven los ánimos para ver hasta en las tinieblas el rayo de la esperanza.
Con poca cargas en nuestros teléfonos, mis hijos y yo, payaseamos en casa escuchando música, tomándonos vídeos, y luego jugando un juego de mesa tras otro para no pensar en la furia de Sandy allá afuera.
Encontramos en el calor de nuestra familia todas las razones para sentirnos seguros. Hablamos sobre cómo en otras eras la gente vivía incluso con menos que nosotros en éstas condiciones. Y nos preguntamos cómo lograban ir de un día a otro sin agua, sin luz, sin calefacción…
La noche que Sandy tocó a nuestra puerta será algo que recordaremos por siempre, la mañana siguiente un recordatorio de lo afortunados que somos. Con árboles caídos a nuestro derredor, lo que sí es que estamos a salvo y la vida poco a poco vuelve a su lugar.
Rezamos por los que ni fueron tan afortunados. Mañana será otro día para todos…